[ARCHIVO]

JUEGO DE MANOS
Por Alejandro Agostinelli
El filipino Emilio Laporga solía atender a sus clientes en un consultorio de Barrio Norte (Buenos Aires, Argentina). Durante sus operaciones, el conocido "cirujano psíquico" infligía cortes sangrantes sin anestesia, cobrando 350 dólares la sesión. Estuvo dos veces detenido, pero reincidió. El autor de estas líneas, en un rapto de locura temporaria, se hizo atender por él. Sobrevivió para contarlo en esta nota, publicada en 1995 por el diario "La Prensa".

Jorge Martín González tiene una úlcera duodenal galopante y el gastroenterólogo le aconsejó operarse. Días atrás había conversado sobre su dolencia con una mujer joven a quien sorprendió hojeando un libro sobre los sanadores filipinos en una librería esotérica. Fue ella quien le habló de Emilio Laporga: “Ahora está en Buenos Aires. Andá a verlo porque él va a resolver tu problema”. Y anotó en un papelito la dirección.
“¿Quién te recomienda?”, preguntó Angeles, una agradable recepcionista de ojos claros, claros como las huellas de cansancio en su cara. “No me dio su nombre. Pero me dijo que Emilio Laporga era el mejor, que entra en trance y opera sobre el cuerpo astral”, respondió Jorge, en un intento por asegurarse su simpatía. “Estamos desbordados de pacientes” -exhaló la mujer- así que no te puede atender hasta el martes 14”.
Jorge no podía esperar. “Tiene que ser hoy. ¿Sabés lo que pasa? No quiero poner mi salud en manos de un médico ortodoxo: les perdí la confianza. Por eso me quiero dar esta última oportunidad”, exageró.
Angeles se disculpó: tenía todos los turnos cubiertos. A Jorge se le prendió la lamparita y añadió un comentario tentador: “Si Emilio me atiende hoy vengo con mi primo, que tiene a su madre enferma de cáncer, y la puede traer de Rosario para que él la vea”.
Angeles aceptó hacer una excepción. Era la mañana del viernes 10 de marzo.

FALSOS DOLORES
Jorge Martín González era el falso nombre del autor de esta nota. Tan falso como su historia. Pero era el mejor pretexto que se le había ocurrido para hacerse atender acompañado por su primo, que en realidad era el ilusionista profesional y experto en fraudes psíquicos Enrique Márquez.
El punto de arranque de esta crónica había sido el mensaje anónimo de un hombre que dijo: “El filipino volvió a las andadas. Vayan a Callao 796, Piso 9, que está atendiendo ahí con dos médicos. Pero apúrense porque está por irse del país”.
El diálogo con Angeles fue cierto. Tan cierto como que todo estaba listo para que el médico espiritual opere a Jorge de una úlcera inexistente. Las tres primeras sesiones tendrían lugar ese mismo viernes. La intervención continuaría durante la mañana del sábado.
El día anterior, otra cronista -acompañada por un fotógrafo, brillante en su papel de marido crédulo pero preocupado-, hizo las primeras averiguaciones. “Siento puntadas muy fuertes en el tobillo, tanto que no me dejan apoyar el pie”, fue su dolor de presentación.
La estrategia de los nombres cambiados y los síntomas falsos era imprescindible: Laporga huye de la prensa como de la peste. En 1989 -cuando cayó preso por primera vez- supo que es preferible la minúscula pero segura fama de la recomendación de voz en voz que las mayúsculas de los titulares de las páginas policiales.

EL CANAL DE DIOS
El estilo de Laporga es veloz e impactante: distribuye a los pacientes en varias habitaciones para trabajar en simultánea, atiende como el rayo para que pase rapidito el que sigue, cobra 350 dólares por sesión y pretende realizar operaciones de cirujía mayor a mano desnuda, sin anestesia y sin ninguna garantía de que tome precauciones antisépticas.
El doctor Juan Antonio Martínez no sólo presta su consultorio: también su título y asiste al curandero en cada fase del tratamiento, con la ayuda de un médico homeópata.
El aspecto del lugar sería sobrio si no fuera por la columna de botellas de agua mineral al lado del escritorio, el retrato de Jesús y una foto sonriente del sanador, cerca de tres certificados que llevan la firma del Dominador Emilio Laporga. El agua -armonizada por Emilio- es para beber durante los 15 días del tratamiento, lapso en el que “se evitarán las carnes rojas, tomar alcohol y bebidas gaseosas, incluyendo sodas, pues las burbujas dificultan el paso de la energía”.
Angeles -un nombre perfecto para acompañar a quien pretende remediar cualquier clase de enfermedad en su calidad de canal de Dios- le había explicado a la cronista: “Emilio realiza transfusiones de energía. Pero no ataca el efecto sino la causa. Es capaz de hacer diagnósticos sin que nadie le diga lo que tiene. Si yo te pregunto cuál es tu problema es por una cuestión de tiempo. Pero vos podés venir con una dureza en el pecho, él te toca y sabe si es cáncer o un nódulo sin necesidad de que te hagas una mamografía”. Angeles le indicó que el sanador tomaría el dedo índice de su marido, “que a una distancia de 20 o 30 centímetros realizará un corte, sin que nadie te toque”.
Ella agradeció la explicación y respondió que iría hasta un Banelco a retirar el dinero. Pero aprovechó para abandonar definitivamente la idea de volver por allí.

LA HORA DE LA VERDAD
En la sala esperaban un abuelo que apenas si podía mantenerse en pie, una mujer con cáncer de mama y una nena con ojos de muñeca que miraba al padre con cara de susto: “Tenés que tener fe, hija, no te podés poner así”. Una señora con acento español, acaso incómoda por las preguntas del cronista, le dijo: “Tú tienes una mirada incrédula, no puedes venir con tantas dudas”. Explicó que se atendía desde hace cuatro años y que su cáncer había retraído. “Perdón, señorita -decidió intervenir un señor moreno-. Yo tengo fe de sobra, por eso regresé. Pero Emilio también atendió a mi hermana de cáncer y no se salvó. Y ella también tenía mucha fe”.
Susana, una segunda recepcionista, se encarga de cobrar y dar la explicación final. “Hoy recibirá las primeras tres partes del tratamiento. Mañana las últimas dos. Son 350 pesos”. El cronista abonó 150 y prometió el resto para el otro día. “Pero, eso sí -añadió- tiene que entrar solo”.
“¿Cómo? ¿No me puede acompañar mi primo?”. “No -dijo Susana, solemne- para que Emilio pueda transmitir energía usted necesita estar relajado. El pide estar a solas con su paciente y sus ayudantes, y no podemos pasar por encima de su autoridad”. El cronista no mentía cuando agregó: “Es que me parece que voy a estar más tranquilo si él me acompaña”.
Sin el “primo” Enrique Márquez -es decir, el testigo experto que tuvo la gentileza de acompañarme-, el cronista corría el riesgo cierto de inmolar su pureza sanguínea sin extraer de la patriada el menor beneficio. Los temores del cronista, en realidad, eran los mismos por los cuales la técnica es peligrosa para cualquiera: el instrumento mediante el cual inflige el corte es un potencial vehículo de transmisión y contagio de enfermedades infecciosas, como la hepatitis B, la endocarditis bacteriana o el sida. Como el curandero alega que es un corte psíquico, es imposible pedirle que esterilice la hoja de afeitar, la aguja o cualquier otro elemento cortante que utiliza subrepticiamente durante la operación.
Al final, Susana trajo el sí de Laporga. Pero también una advertencia: “Se equivocan si piensan que éste es un espectáculo de sangre”. En ese momento, cronista y mago supusieron que el plantel del sanador había descubierto que la insistencia era sospechosa.
Fe -el concepto más repetido por los consultantes- fue lo primero y lo último que el médico dijo que le faltaba al cronista cuando notó el nerviosismo con que aguardaba en la camilla la llegada de Laporga.
Martínez preguntó qué lo traía por allí como cualquier médico convencional, le pidió que se descalce y se retiró sin intentar el más ligero chequeo.
Cuando Laporga entró al consultorio, Márquez no le quitaba los ojos de las manos. El mago no era el mejor aliado del paciente falso: su interés, ante todo, era científico y profesional. La idea era sorprender a Laporga justo cuando hiciera el corte. De hecho, habían acordado que él no dejaría de observar aún cuando el sanador le trazara un siete en la panza.
Por desgracia para el mago -y por fortuna para el cronista-, el filipino se limitó a frotar con aceite de coco, masajear su abdomen con ambas manos y verter agua para “extraer energía negativa”, mezcla que formó un arroyito color café con leche en el ombligo y que luego recogió con una cuchara, que fue a parar dentro de un bol que sostenía el médico.
Acto seguido, alguien le pidió al mago que se retire. El cronista sospechó lo peor, y recordó la cicatriz que le dejó en la espalda a una paciente con la que había conversado el día anterior.
Sin embargo, Laporga cerró los ojos, le puso un dedo sobre la frente, otro en el vientre, y repitió durante un minuto una sucesión de presiones ligeras. A ese último paso le llamaban armonización.
“¿Me voy a tener que operar de la úlcera?”, preguntó el cronista con un hilito de voz. “No, no va a hacer falta. Pero mañana vuelva solo”, respondió el filipino.
El falso paciente evocó un procaz y glorioso gesto popularizado por Alberto Olmedo, equivalente a “No, gracias”. Hasta ahí había llegado su amor por el muchas veces insalubre oficio de informar.

Primera publicación: Sección “En trance”, diario “La Prensa”, Buenos Aires, 13 de marzo de 1995.

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