[RELIGIÓN & SOCIEDAD]

HISTORIA DEL DIABLO Siglos XII-XX
Por María E. Valentié y Luis A. Romero
El libro de Robert Muchembled explora un aspecto fundamental del imaginario en Occidente. El diablo convencional no representa su único eje, ya que las metamorfosis de la figura del Mal comprenden también la forma en que los hombres conciben su destino personal y el futuro de su civilización.
Fondo de Cultura Económica (2002)
ISBN: 9505574967
Formato: 15,5 x 23 cm., 360 pp.


Satán aparece en la escena europea a partir del siglo XII bajo la doble forma del terrible soberano luciferino que reina sobre el inmenso ejército demoníaco y de la bestia inmunda inserta en las entrañas del pecador. Tras el enigma de la caza de brujas de los siglos XVI y XVII, Robert Muchembled estudia la época de la Ilustración, la cual propicia la declinación del diablo, tanto porque se acentúa un proceso de interiorización del Mal como por la invención del género fantástico en la literatura. Una aceleración vigorosa de estos movimientos marca los siglos XIX y XX.
La parte final de Historia del diablo describe las sutiles metamorfosis del demonio interior, compañero del sujeto occidental cada vez más liberado del miedo a Satanás pero tentado a desconfiar de sí mismo y de sus motivaciones. El último capítulo retoma el imaginario diabólico actual a través del exorcismo, la moda de lo sobrenatural, el cine, los dibujos animados, la publicidad, los rumores urbanos, y distingue la corriente irónica francesa de la visión trágica y maléfica dominante en los Estados Unidos.

El autor nos explica desde el comienzo que este libro no es un estudio filosófico sobre el problema del mal, sino una investigación histórica acerca de un "fenómeno colectivo muy real producido por los múltiples canales culturales que irrigan a una sociedad". En el Occidente cristiano la imagen del Diablo ha tomado formas diversas a través del tiempo y, según Muchembled, lo demoníaco, a veces en una extraña mezcla de horror y placer, está aún muy presente en la sociedad contemporánea.
En el primer milenio de la era cristiana la figura del Demonio no tiene la importancia que alcanzará en los finales de la Edad Media y sobre todo en los comienzos de la Modernidad. Se lo representa en una forma que parece más bien un duende o como un ser deforme y ridículo en las gárgolas de las iglesias. En las narraciones populares a menudo es burlado por el hombre o bien derrotado por el pecador arrepentido que invoca la intervención divina. Historias que se conservan todavía en el norte argentino.

EL PRINCIPE DE ESTE MUNDO
"Satanás entra en escena, en los siglos XII-XV" es el título de uno de los capítulos de este libro. En él se muestra cómo la figura del Demonio va ganando importancia en el entramado social de Occidente. Sus causas no son sólo religiosas sino también de carácter político y económico. En Europa triunfa el cristianismo agustiniano, donde el Bien y el Mal, Dios y el Diablo luchan como dos grandes potencias que se disputan el dominio del mundo. La figura de Satán se agiganta: ya es el "Príncipe de este mundo" y su nombre es "Legión". Pero esta lucha cósmica se produce también en el corazón del hombre, que toma conciencia de su lado oscuro y se angustia al pensar en el castigo divino. El Aquelarre y el Infierno son símbolos que comienzan a tomar fuerza en la comunidad.
Paralelamente, el poder político y económico va concentrándose en los incipientes Estados nacionales y en las ciudades italianas. La tendencia a la unidad se intensifica y no falta la nostalgia del Sacro Imperio. La obediencia debida al Rey o al Príncipe no es muy diferente de la que debe a Dios. En este ámbito, la mutación de la imagen del Diablo no constituye un hecho aislado, sino que es un elemento muy importante en el nuevo sistema unificador de la explicación de la existencia humana. El temor creciente al Diablo y al Infierno contribuye al control social.
Lucifer, "ángel caído, pero ángel al fin", debía ser un espíritu incorpóreo; sin embargo, se lo representa como una especie de macho cabrío con rostro humano, lúbrico y horrendo, que preside los Aquelarres, versión europea de las Salamancas locales. También se cree que puede encarnarse en un cuerpo humano, de ahí la necesidad de los exorcismos. Pero el Diablo no sólo puede apoderarse de los cuerpos, sino también de las almas, especialmente de las mujeres, a las que se considera "seres imperfectos e inquietantes". El Malleus Maleficarum, manual de los inquisidores, enumera largamente las razones por las cuales las mujeres están más del lado del Demonio que los hombres. Este violento antifeminismo genera opiniones tan ridículas como la de los médicos que afirman que los cuerpos masculinos emiten un agradable perfume mientras que los de las mujeres despiden mal olor.
En los siglos XVI y la primera mitad del XVII, la obsesión demoníaca llega a su culminación. Las hogueras se multiplican, el horror y la angustia conmueven las conciencias, surge un nuevo género literario, las "Historias trágicas", donde abundan los demonios, las brujas, los monstruos y los fantasmas. El éxito de estas novelas fue enorme, a juzgar por el número de ediciones y ejemplares que cita el autor. En el arte, las pinturas de Bruegel, de Hyeronimus Bosch y más tarde, de Goya, son ejemplos de esa complacencia en el horror.
Descartes, nacido en el siglo XVII, muestra que hay otra manera de pensar y tiene gran influencia sobre los filósofos posteriores. Esto, unido al interés cada vez mayor por la ciencia, va cambiando la mentalidad en los círculos del poder. En 1682, Luis XIV firma un edicto para poner fin a las persecuciones judiciales contra las brujas. Lo que no implica que desaparecieran totalmente. Pero después de los sobresaltos de la Reforma, la Contrarreforma, las Guerras de Religión y la caza de brujas, los mismos cristianos buscaron una piedad más tranquila, menos infiernos y un Dios más piadoso.
Con el triunfo del racionalismo en el siglo XVIII, la imagen del Diablo palidece, pero no desaparece del todo; especialmente, según el autor, en los países protestantes del norte de Europa y Estados Unidos. La noción del Demonio se fue internalizando: ya no será un personaje externo sino el lado oscuro del hombre, donde anidan las pesadillas de horror y violencia. El libro concluye con una larga lista de películas norteamericanas donde aparecen posesiones diabólicas, exorcismos, descenso a los Infiernos, vampiros, monstruos, muertos vivientes y toda clase de fantasmas (1).

LA FIGURA DEL MAL
La figura del Diablo -el Demonio, Satanás, el Maligno- ha permitido saldar una tensión constitutiva entre dos creencias fuertes del mundo occidental: el designio divino de la salvación y la recurrente presencia del mal. Obsesionado por la pureza, el hombre occidental comprueba una y otra vez que es pecador por naturaleza; dominarse, sacrificarse, prodigarse: tal su manera de probar, a Dios y a los hombres, que el demonio ha sido controlado. Pero de la culpabilización, profunda e irredimible, surge el impulso a la acción: ese formidable resorte que subyace al vasto y milenario proceso de civilización y expansión occidental. Tal la tesis que organiza esta reconstrucción de una de las imágenes más potentes, cambiantes y multiformes de la cultura occidental.
Según Muchembled, nuestra imagen familiar del Diablo se consolida hacia el siglo XII, como parte del vasto proceso de unificación cultural del mundo feudal. Un conjunto heterogéneo de creencias populares se integra, en la concepción cristiana, en la figura única del Demonio. Dante, entre otros, ofreció una imagen convincente del reino de Satanás, contrario a Dios pero subordinado a él. Muchos otros, como El Bosco, hicieron visible la presencia del Diablo, la bestia agazapada en el interior de cada hombre. Quedaba así dibujado el escenario de la culpa, y de la lucha para mantener alejado al Diablo. Las brujas -una secta de seres humanos desnaturalizados, que han optado por entregarse a Satán- articulan ambas nociones.
No se trata simplemente de la confrontación entre dos universos culturales, uno religioso y otro secular. Por el contrario, este "triunfo de Satanás" involucra al conjunto de las elites educadas que, juntas, elaboran y difunden el conjunto de imágenes e interpretaciones alrededor de las brujas, el aquelarre y la posesión demoníaca. La Reforma protestante y su secuela de guerras religiosas creó las condiciones para que ese mito se transformara en un movimiento potente. Los cien años largos que van de Lutero a la paz de Westfalia tensaron en Europa las identidades religiosas y llevaron, en uno y otro lado, a la introspección, el examen de conciencia y el compromiso. Al igual que el mundo, el alma individual era un campo de batalla, y ambos debían ser purificados. Durante más de medio siglo las hogueras ardieron entre protestantes y católicos.
En ese clima de persecución y culpa se consagraron nuevas normas de vida relativas al sexo, el matrimonio, la mujer, el cuerpo y la autoridad, que buscaban acotar el campo de acción del omnipresente demonio. El triunfo de la Iglesia sobre lo demoníaco sirvió para imponer la autoridad del monarca absoluto -imagen terrena del Dios de los cielos- y también la del padre, que reproducía la autoridad real en la familia. Las elites utilizaron la persecución de la brujería para extirpar del mundo popular creencias alternativas, no encuadradas en la ortodoxia cristiana, y también para imponer los valores que conducían a la conformidad, un tema que Muchembled trató ya en su clásico estudio sobre la cultura de elite y la popular en el siglo XVII.

Desde el siglo XVIII las tendencias cambian. Las pasiones religiosas se aquietan, el mundo se "desencanta", avanza la ciencia racional y las hogueras se apagan. Por muchos caminos se busca la explicación del Mal en los repliegues del alma, hasta que en el siglo XIX Freud y el psicoanálisis ofrecen una respuesta alternativa. Por su parte, escritores y artistas juegan con la idea del Demonio, lo domestican y finalmente lo trivializan. Al fin del segundo milenio, en un mundo huérfano de grandes creencias unificadoras, el Diablo ocupa un lugar secundario, particularmente en culturas como la francesa, donde la impronta racional se mantiene firme.
Sin embargo, muchos pueden anunciar hoy el retorno de Satán, especialmente en los Estados Unidos. Allí, el cine y los cómics juegan permanentemente con la imagen demoníaca mientras proliferan las sectas satánicas, capaces de reunir un par de millones de afiliados. Para Muchembled, sigue vigente el "síndrome de las brujas de Salem". En una sociedad fuertemente individualista y competitiva, carente de iglesias organizadas que cumplan una función mediadora entre el hombre y el mundo desconocido, en el siglo XXI, como en el XVII, la culpa personal continúa torturando a los individuos, impulsados a la acción por la exigencia de dar su prueba.
Es fácil encontrar en la reconstrucción de Muchembled a sus grandes referentes. Están Max Weber y su tesis de la ética protestante y la responsabilidad individual; Norbert Elias, que aporta su mirada sobre el proceso civilizatorio de largo plazo, a la que Muchembled agrega esta complementaria contracara demoníaca. Un poco oculto pero omnipresente (como el Maligno), aparece Michael Foucault con su idea de las múltiples formas de ejercicio del poder. Pero el libro desborda permanentemente este argumento, que quizá parezca lineal. Tenemos aquí una compleja y matizada reconstrucción de un fragmento sustancial del imaginario occidental, de sus prácticas constitutivas y de los valores resultantes. Simultáneamente se exploran varias historias concurrentes: las del Estado, el cuerpo, la mujer, los sentidos -los olores son demoníacos, mientras que las visiones remiten a Dios-, la enfermedad y, naturalmente, las creencias. Con fuentes variadas -la literatura, el arte, el cine, la televisión, los cómics-, de manera a veces desordenada pero siempre sugerente, el autor sigue distintos hilos y busca puntos de cruce y articulación a menudo sorprendentes. A la vez, nunca pierde de vista su objetivo, cabalmente cumplido: contribuir a la explicación del proceso histórico del mundo occidental (2).

Fuentes:
Valentié, María Eugenia; "Historia del diablo", en La Gaceta de Tucumán, 20/04/2003
Romero, Luis Alberto; "La figura del mal", en La Nación, 16/02/2003

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